El síndrome venezolano
La República. La mitasmasuno
La maraña de calificativos utilizados para abordar la situación en Venezuela confunde el debate y, a la vez, lo simplifica. Para lo primero se coloca sobre la mesa adjetivos imprecisos como “democracia popular”, “dictadura”, “revolución”, “totalitarismo” o “populismo de izquierda” que reflejan percepciones pero que no permite elaborar visiones completas del fenómeno; para el segundo caso, se construye una ecuación cerrada compuesta solo por dos elementos, el aplauso o la condena de los actuales sucesos, metiendo en un saco a gobiernos, estados, personas y partidos.
La ciencia política moderna permite la definición de los regímenes con cierta comodidad, especialmente cuando se trata de sistemas híbridos, una de cuyas variantes es el autoritarismo competitivo, usado en los años noventa para clasificar al gobierno de Alberto Fujimori y ahora para marcar la naturaleza del régimen venezolano.
Esta definición necesita ser contrastada con los actuales estándares democráticos enriquecidos por nuevos derechos, libertades, competencias e instituciones, aplicados a un régimen que se aleja con angustia y rapidez de los modelos democráticos expuestos. La situación venezolana no califica para el modelo procesal que condiciona la democracia a las elecciones libres y a la práctica de libertades y derechos; y tampoco califica para el modelo minimalista que hace énfasis en la capacidad del voto y de la lucha multipartidaria para formar el poder, subestimando inclusive las desiguales posibilidades para acceder a la competencia política.
Siendo que Venezuela no cumple con estos estándares, una parte de la izquierda persiste en denominar como democrático el actual proceso en ese país e insiste en defender, desde la ideología y muy poco desde la política, las arbitrariedades que se suceden desde los gobiernos de Hugo Chávez hasta el actual de Nicolás Maduro. Se constata allí una suerte de parálisis conceptual que abandona el paradigma liberal que la izquierda asumió luego de la caída del Muro de Berlín y que ha servido para construir en América Latina exitosas experiencias de renovación política desde la izquierda y el mundo popular, en democracia.
Razonando desde la democracia y las libertades, la izquierda no necesita pensar y actuar como la derecha para explicarle al país lo que sucede en Venezuela. Para la derecha, lo de Venezuela es una dictadura y la solución consiste en reponer las cosas al estado previo a la toma del poder por Hugo Chávez en 1998, es decir, restaurar la vieja democracia venezolana infértil, mañosa y corrupta. En respuesta, la izquierda no puede asumir el proceso venezolano como un producto obligado e imprescindible del fracaso de la democracia, cerrando las puertas a un proceso democratizador nuevo y superior.
La izquierda necesita acompañar el proceso venezolano cuestionando al régimen de Nicolás Maduro y sus violaciones a la legalidad democrática, como lo hace un pequeño y valiente sector de la izquierda de ese país. No puede convalidar prácticas intimidatorias contra los opositores y violaciones a la legalidad electoral asumiendo como propias las deformaciones del proceso chavista, justificando los vicios de la democracia en Venezuela con los vicios tradicionales de la derecha peruana y continental. El resultado de esta operación es una coartada autoritaria desde la izquierda, gemela de la que se elabora desde la derecha.
La izquierda no puede atarse a Maduro y a Chávez; tiene el legítimo derecho de diferenciarse de la campaña internacional que pretende una restauración no democrática en Venezuela y pugnar al mismo tiempo por una transición que reconociendo los avances sociales concrete una salida democrática. Debe superar el síndrome del apoyo sumiso de los autoritarismos y romper la ecuación cerrada de los grupos conservadores para quienes solo existen las alternativas del aplauso o la condena. No se puede despreciar en otros países las libertades que pedimos para el nuestro.